Publicado en El Universal
Por Mauricio Merino
En los libros de ciencia política se dice que, entre los recursos que utilizan los gobiernos para afirmar su autoridad, destacan los simbólicos: los que dan identidad a un proyecto nacional, articulan una narrativa y le ofrecen coherencia a las acciones y las decisiones que, de otro modo, parecerían caóticas. Como dice el clásico: las políticas públicas están hechas de palabras. Pero no todas caben en el mismo saco ni pueden pronunciarse al margen del papel que cada uno encarna.
Digo esto porque estoy viendo, con preocupación, que los recursos simbólicos que utilizó el principal líder de la oposición política de México para ganar la presidencia, comienzan a contradecir a los que tendría que usar el jefe del Estado mexicano. No es lo mismo denunciar los abusos, los excesos y las trampas de los políticos más poderosos del país, que atajarlos desde la máxima investidura del poder. No es lo mismo acusar de corrupción a los gobiernos que erradicarla desde el corazón de la administración pública; no es lo mismo advertir la ineficacia de los poderosos para generar mayor crecimiento y menor desigualdad, que producir riqueza y redistribuirla; no es lo mismo señalar la incapacidad de las fuerzas de seguridad para frenar al crimen organizado que enfrentarlo. El discurso de la oposición no puede ser el mismo que el discurso del poder.
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