Publicado en El Universal
Por Mauricio Merino
Decir que el paso del tiempo es inexorable es una obviedad. Pero cobra un sentido distinto cuando se plantea desde el inevitable desgaste cotidiano al que se somete el poder. Todavía no se cumple el primer año del nuevo gobierno y ese enemigo implacable, el tiempo, ya comienza a ejercer su labor corrosiva. El maldito tiempo, que va cerrando la puerta a las oportunidades perdidas, que va modificando el cuadro de actores, escenas y protagonistas políticos, que va perfeccionando los viejos problemas y acumulando desafíos nuevos, mientras transcurre, impasible.
El ejercicio del poder tiene muchas ventajas: el control de la agenda y el predominio de la versión propia sobre cualquier otra, están entre las principales. Pero ninguna de las dos dura mucho. Mientras se construye, el poder político va ganando espacios en la atención colectiva, va fijando los temas que habrán de imponerse en la deliberación pública y va determinando la forma y los contenidos para abordarlos. Dominar la agenda significa gobernar el uso del tiempo: quien lo consigue —en una relación personal, en una familia, en una organización o en todo el país— goza del privilegio de decidir sobre el tiempo y la atención prioritaria de los demás. ¿Quién manda aquí? Manda quien decide lo que se hará cada día y quien ordena los temas y sus contenidos. He aquí la síntesis del poder realmente ejercido: el que se mide por la cantidad de tiempo que cada uno logra imponer a los otros.
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